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Tras hacerse esperar, consigo quedar embarazada de nuestro tercer hijo. Llega el día de la ecografía de la semana doce. Aquella mañana me desperté un tanto inquieta pues había tenido un sueño desagradable relacionado con el embarazo. No obstante, tras comprobar que no había signo alguno que motivara ni un ápice de preocupación, me fui tan contenta a disfrutar de mi hijo. Durante la ecografía abdominal la ecografista decía que no veía el hueso nasal. Así que decidió hacerla vaginal y luego la repitió de nuevo abdominal. Seguía sin verlo. Tras finalizar y conjugar diversos parámetros, me calculó un riesgo de mutación cromosómica de 1/7 para la trisomía 21 y de un 1/42 para las trisomías 13 y 18.
Desde ese momento comenzamos a mentalizarnos de que posiblemente tendríamos un bebé con síndrome de Down. Pregunté qué era eso de las trisomías 13 y 18, y me contestaron que los bebés que las padecían eran incompatibles con la vida. Yo estaba convencida de que mi bebé no era uno de ellos, pues lo que ví en esa prueba fue un feto lleno de vida que se movía como lo hicieron en su momento sus otros dos hermanos. Además, me parecía casi imposible que de 42 mujeres en una situación similar a la mía, me fuera a tocar a mí la china.
Pues bien, a pesar de tener claro desde el primer momento que mi bebé nacería viniera como viniese, pues tenía todo el derecho del mundo a ser aceptado y querido tal cual era, también tenía igualmente claro que quería saber a lo que me enfrentaba. Así que me hice un análisis de sangre de los que estudian el ADN fetal en sangre materna y, dos días antes de cumplir 41 años, nos comunicaron que el bebé era niño y que tenía síndrome de Edwards. ¡El mazazo fue brutal! Aquella misma tarde les conté a mis hijos lo que sucedía y nos metimos en el mundo de la trisomía 18.
Hasta que llegó la ecografía de la semana 20, siempre tuvimos la esperanza de que nuestro Álvaro fuera uno de esos poquitos niños que consigue superar el año de vida e incluso vivir varios años. Pero cuando llegó la ecografía de la semana 20 las noticias no fueron buenas: nuestro pequeño tenía una gravísima cardiopatía.
La cardióloga pediátrica me dijo que, si mi Álvaro nacía, moriría en cuanto se le cerrara el ductus, lo que iría desde varias horas a dos o tres días. Además comentó que no era ético operarlo. Aquello me dejó completamente turbada. En ese momento no reaccioné. Solo caían lágrimas de mis ojos. Pero cuando me calmé y reflexioné sobre todo lo acaecido decidí consultar con otros pediatras. No conseguía entender aquello de que no fuera ético operarlo. Pero mis pesquisas no dieron buenos resultados. Todos los profesionales con los que comenté la cardiopatía que tenía mi hijo fueron contundentes en confirmarme la extrema gravedad de la misma y lo cruel que sería someterlo a una intervención de ese calado que, además, no sería única.
Convencida ya de que no se podía hacer nada a nivel médico por su corazoncito, nos centramos en hacerle inmensamente feliz y en demostrarle todo nuestro amor el poquito tiempo que viviera. Sus hermanos estaban ilusionadísimos con las fotos y los vídeos que le harían durante ese tiempo. Y creamos un vínculo precioso con el niño en mi vientre. Pero eso sí, yo estaba totalmente segura de que mi hijo iba a nacer vivo. La posibilidad de que pudiera fallecer en mi seno, la deseché por completo. Y nuevamente me equivoqué.
En la semana 33 y un día dejé de sentir sus pataditas. Fue un lunes bastante intenso y al acostarme caí en la cuenta de que no había notado sus movimientos. ¡A lo mejor se había movido y con el ajetreo del día no me había percatado! Con la esperanza de sentirlo durante la noche, me entregué al descanso. Pero no, definitivamente no se movía. Una ecografía confirmó lo que me temía: nos había dejado. Nació tres días después.
Ahora tenemos un angelito en el cielo.
Hijo mío, ¡qué orgullosa estoy de ser tu madre!
¡Te queremos Álvaro!
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