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Nuestra hija Isabel, nuestro ángel, el regalo más bonito que jamás podíamos haber esperado, llegó en un cambio de ciclo. Como después supimos, Rudolf Steiner divide la vida humana en septenios, en etapas madurativas de 7 años que van transformando al ser humano y elevándolo a niveles evolutivos superiores. Cuando Isabel nació, su madre hacía tres días que había inaugurado un nuevo ciclo y faltaban algunas semanas para que su padre entrara también en un nuevo septenio.
Aunque vivíamos en Madrid, Isabel nació en un pueblecito de la provincia de Alicante muy cercano a Denia llamado Beniarbeig. Su madre no dudó en ningún momento de que quería dar a luz a su hija (nuestra primera hija) por parto natural y decidimos que el alumbramiento ocurriera en el Hospital Acuario, una clínica de referencia este tipo de partos. No sospechamos nada de su enfermedad hasta el mismo momento en que nació. Una decisión, la de no indagar genéticamente, que habíamos tomado conscientemente.
El veredicto médico fue devastador. El Síndrome de Edwards o trisomía 18, enfermedad cromosómica de la que nunca habíamos oido hablar, partió por la mitad la vida de nuestra hijita y con la suya la nuestra. Cada presagio era peor que el anterior, cada noticia sobre los gravísimos problemas médicos asociados a la enfermedad un nuevo golpe brutal. Un mes pasamos en el hospital (primero en Denia y después el Madrid), nuestra niña en la incubadora y su madre convaleciente, escuchando los más demoledores augurios. Cada noche nos acostábamos con la horrible incertidumbre de si Isabel se despertaría al día siguiente.
Y cuando le dieron el alta a nuestra hija no podíamos creérnoslo. En gran parte porque había pasado el mes en que supuestamente mueren la mayor parte de los niñitos con Síndrome de Edwards y no podíamos creer que siguiera con nosotros. Cuando la colocamos en el cuco del coche para llevarla a casa y cuando, una vez en casa, la colocamos en la cama de matrimonio, Isabel era una cosita diminuta que no pesaba mucho más de 2 Kg. Lo recuerdo como el momento más agridulce de mi vida: dulce porque contra todo augurio nuestra hija estaba con nosotros en casa y al mismo tiempo muy amargo porque no sabíamos que iba a ser de ella ni, por tanto, de nosostros.
Entonces, muy poco a poco, a medida que los meses pasaban, que los presagios médicos se suavizaban y que la salud de Isabel parecía muy aceptable, el pavor fue transformándose en miedo, el miedo en preocupación y, en mi caso, puedo decir que mi devoción por mi hija llegó a eclipsar esa preocupación y fue colocándome en una nube de felicidad (la devoción de su madre hacia su hija era, al menos, igual que la mía, pero lo que no puedo decir es cómo lo llevó ella). Durante ese primer año de vida de Isabel, por iniciativa de su abuela materna, una persona extraordinaria que quería a Isabel con locura, celebramos los cumplemeses de Isabel como si fueran cumpleaños.
E Isabel cumplió un año. Y dos. Y tres... Y yo cada día la veía más preciosa y más feliz. Y los que la rodeábamos cada día éramos más felices de verla así.
Isabel nunca tuvo la salud de un niño normal pero, a excepción de una mayor propensión a las infecciones y un estreñimiento crónico, hasta su fallecimiento no tuvo, que supiéramos, ningún problema grave de salud. Aunque siempre estuvo muy delgadita era una auténtica tragona que comía lo que le echaras (le encantaban las papillas que le hacía Margarita) y en el cole incluso llegaron a enseñarla a sostener la cuchara y el biberón.
Y era una niñita feliz. Se partía de risa cuando alguien gesticulaba, o cuando le hacías cosquillas o pedorretas, cuando le silbaba su abuelo...
Y cuando ya casi nos habíamos olvidado de que Isabel era una niña frágil, cuando casi habíamos llegado a creer que Isabel estaría con nosotros para siempre, Isabel se fue. Nuestra niñita del alma se marchó.
Del mismo modo que había llegado, Isabel se fue en un cambio de ciclo. El suyo propio (y también el de sus padres), pues vivió justo un ciclo de siete años. Años durante los cuales sólo nos dio felicidad y amor. A su madre, a su padre, a su hermano (que nacería tres años después), al resto de la familia que tantísimo la quiso y a su abuela Maribel, allí dónde estuviera y con quien se habrá reunido y le estará dando todo el cariño y los cuidados que no pudo darle aquí.
Durante esos siete intensos años mi hija me hizo experimentar la felicidad y el amor más profundos. Me hizo llorar de alegría cada vez que veía una foto suya cuando ella no estaba presente. Me hizo quererla sin medida, casi (y ahora lloro al recordar los pocos momentos que no le demostré mi cariño) cada minuto que pasé con ella, porque, aunque muchas veces no somos conscientes de hasta qué punto queremos a alguien hasta que lo perdemos, doy gracias por haber sido tan plenamente consciente de ello durante la vida de mi hija.
También su madre experimentó el amor más profundo. Y durante siete años se dedicó en cuerpo y alma a su hija, a una hija que requería dedicación absoluta casi las 24 horas del día. Con una entrega, cariño, paciencia y coraje de los que sólo algunas personas son capaces.
Isabel, niñita mía, la vida es un instante y se que muy pronto nos reuniremos contigo.
http://www.aquelplanetaazul.com/2014/04/isabel.html
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