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Empezamos el embarazo con mucha ilusión. ¡La familia crece!
Los resultados de las primeras pruebas confirmaban que todo seguía su curso de manera normal. Ni la menor sospecha de ninguna anomalía.
Llegó el segundo trimestre del embarazo, la semana veinte, y con ella más pruebas. El ecógrafo detectó algo extraño en el corazón de nuestro hijo y nos recomendó un estudio más profundo. La ecógrafo nos dedicó mucho tiempo; con mucha calma y profesionalidad estudió cada parte del cuerpo de Juan Miguel, especialmente su corazón. "Su corazoncito es de libro. Lo tiene todo bien colocado. En principio no veo ninguna anormalidad" decía totalmente convencida.
Sin embargo, decidió insistir más y más para quedarnos seguros: "Vamos a recorrer su cuerpo: los pies, los deditos de los pies: uno, dos, tres, cuatro y cinco…bien. Las manitas, a ver, ¡uy, las tiene cerraditas! Espera que le voy a dar un golpecito a ver si las mueve y cambian de postura". La doctora le dio un golpe, dos, tres:" ¡Qué vago! No las mueve". Su tono de voz fue cambiando a un tono más preocupante. Lo que hasta ahora habían sido buenas noticias, exageraciones de otros médicos; se iba convirtiendo en una realidad dolorosa.
"Lo siento. La postura de las manos es indicativa de alguna malformación que conviene determinar. Estás en la semana 23 del embarazo. Tienes que hacerte un FIS, no hay tiempo ni para una amniocentesis. El resultado estará en dos días. ¿A ver dónde te lo puedes hacer?"
Nosotros confusos, contrariados, angustiados, preguntamos: "pero, ¿prisa, prisa, por qué? "
A nuestra conversación se unió otra doctora que quería corroborar el diagnóstico. Y sin titubear, mirándome me dijo con toda la seguridad "¿para qué le quieres llevarle en el vientre hasta el noveno mes de embarazo si es incompatible con la vida? En algunas clínicas practican el aborto hasta la semana 27 ó 28. No hay tiempo que perder."….
Nos fuimos de allí cabizbajos, llorando. "¿Incompatible con la vida…? Pero, ¿qué quiere decir eso exactamente?" Las horas que sucedieron intentamos desgranar lo que significaba esa frase: ¿se asfixiará el niño según nace porque no podrá respirar?, ¿el aire y la luz exterior le irán deshaciendo como en las películas de ciencia ficción?
Decidimos hacernos la amniocentesis para conocer exactamente cuál era el problema que tenía nuestro hijo y saber a qué nos enfrentábamos y cómo podíamos ayudarle. El veredicto fue clave: "Trisomía 18". La esperanza de vida en el caso de los niños, poca, muy poca, la mayoría ni siquiera llegan al primer año de vida.
A partir de este momento, la mayoría de los comentarios de la gente más cercana iban encaminados a deshacerse del "problema". Todos se apoyaban en el cariño que nos tenían; todos nos quería ayudar: "¡Aborta, aborta, te lo digo con cariño!", "¡aborta!: ojos que no ven, corazón que no siente", "decide lo que quieras, pero después, no mires hacia atrás", "eres tú la que tienes que decidir porque lo llevas en tu cuerpo, el padre aquí no pinta nada", "piensa con la cabeza, no con el corazón", etc.
Tantos mensajes nos hicieron titubear, y pensar si seríamos nosotros los equivocados. Si nos estábamos comportando de manera egoísta, si llevaban razón y lo lógico sería acabar cuanto antes. En el fondo de todo esto había algo que no estaba bien: "Pero si es nuestro hijo, ¿cómo le vamos a contar a su hermano que le hemos matado?".
Angustiados por vernos obligados a decidir sobre la vida de nuestro hijo, consultamos con el sacerdote de nuestra parroquia. Él nos hizo ver las cosas desde otro punto distinto: "Haced siempre lo que vuestro corazón os manda, pero ¿por qué no aprovecháis lo que este niño os ofrece? Aunque sean sólo 10 minutos de vida; si la cortáis ahora no sabréis nunca qué os pudo ofrecer. A lo mejor os perdéis una valiosa oportunidad".
Después de tres días eternos de angustia, decidimos seguir adelante y no dejarnos llevar por lo que a los ojos del mundo era la única solución. A pesar de ello, teníamos que seguir escuchando opiniones en contra, especialmente de profesionales de la medicina: "¿Para qué provocarte el parto a pesar de que no crezca en tu seno? ¿Para qué vas a sufrir las contracciones con un niño como este?". "Este niño no tenía que haber nacido", etc.
Pero sí. Nació. El momento del parto fue especialmente tenso. Yo estaba en el paritorio, escuchando las discusiones de los facultativos sobre si practicarme una cesárea o seguir con el parto natural; mientras a mi marido le llamaron aparte para clarificar si era consciente de las dificultades que traía el niño. Asimismo, le pidieron su consentimiento para realizar la resucitación cardiopulmonar si el bebé lo necesitara. El padre afirmó que queríamos que le ayudaran lo más posible pero que no le hicieran nada que fuera agresivo, nada que le hiciera sufrir, solo le aplicaran los cuidados paliativos.
Los médicos tuvieron que reanimarle nada más nacer. A partir de ahí vivió apenas 2 meses. Lamentablemente no pudimos llevarle a casa con nosotros. Sin embargo, podíamos estar con él en el hospital donde estuvo magníficamente cuidado con toda clase de mimos y atenciones. Pudimos cogerle y abrazar su cuerpo diminuto. Dejarnos llevar por su paz, por su humanidad frágil y emotiva, por su enseñanza de lucha por la vida. Entendimos el valor del momento presente y la futilidad de los planes. Entendimos el verdadero sentido de ser padres, del amor incondicional.
Juan Miguel se fue apagando como una velita, hasta que nos dejó aquí en la tierra.
Han pasado 5 años y podemos decir con toda certeza que no estamos traumatizados por el acontecimiento, ni lamentamos la decisión que tomamos. Es duro enterrar a un hijo, pero es consolador saber que está en el cielo velando por todos nosotros.
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